Tenía que coger el tren de las cuatro de la madrugada y eran ya casi las once de la noche.
Llevaba viajando desde el día en que empecé. No me acordaba de la fecha.
Sin saber muy bien cómo ni porqué, decidí caminar hacia esa casa que tan familiar me resultaba. Buscaba a alguien a quién sin duda conocía. Me acercaba a un sentimiento más que a una propiedad privada.
Tan sólo el resplandor de las luces de navidad, que todavía adornaban las ventanas iluminaban la parte delantera de la casa. Entré.
Ahí estaba él, recostado en el sofà. ¿ Esperándome? Esperándome.
Me senté encima suyo y le rodeé primero con las piernas y después con los brazos. El calor de nuestros cuerpos nos fundió en un abrazo largo. Nos habíamos encontrado sin saber ni siquiera quién éramos ni que hacíamos en ese lugar. Eran ya las 24:00h.
Seguimos tocándonos sin quitarnos la ropa, abrazándonos y besándonos sin besarnos.
¿Cómo es eso de besar, sin besarse? Se necesitan dos bocas ardientes, tan sofocadas ante la proximidad física, que no necesitan ni siquiera tocarse para sentir el fuego que se prende al verse una enfrente de la otra.
Eran ya las tres de la madrugada, tenía que llegar la estación de tren antes de las cuatro. Debía irme.
Nuestros cuerpos tardaron en separarse, me costó recobrar mi forma y llegar hasta la puerta principal. Una vez fuera, metí mi mano en el bolsillo y me di cuenta de que había perdido el pasaporte. Seguramente estaba hecho un revoltijo en algún hueco del sofá. Mi cuerpo seguía agitado. Regresé a la casa y justo antes de entrar, alguien abrió la puerta.
Una cara de media luna ancha, una melena desaliñada, una mirada ojiplática y unas manos rotas por el paso del tiempo, sujetaban mi pasaporte en el portal.
Él, abrió su boca y sonrió dejando al descubierto una ristra de dientes de oro intercalados entre dientes blancos. Quizás de porcelana, quizás no. Una cadera gigante y desencajada, de abuelo triturado.
Sin duda era él a quién abracé ahí dentro. Sin duda le había amado durante esas horas en las que mi razón calló.
Agarré mi pasaporte y salí corriendo. Esta vez, sin mirar atrás, sin detenerme ni tan siquiera para subir al autobús.
Corrí hasta la estación de tren. Huyendo de aquella cadera vieja, huyendo de aquellos ojos exaltados, verdes como dos aceitunas manzanilla.
Huyendo de quién horas antes tanto había deseado.
Una veneración a la atracción sin excepción, así es como iba a recordarlo.
El mundo es un lugar muy extraño pensé.
Unos segundos después, el tren partió rumbo hacia mi nuevo destino.